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Somos la Juventud Peronista Revolucionaria Envar El Kadri y formamos parte de la Agrupación Envar El Kadri - Peronismo Revolucionario.
Concebimos este espacio estratégico de lucha, en el marco del apoyo al presidente de la República Argentina Néstor Kirchner y a los procesos populares encarnados en el comandante Chavez, Evo, Lula, Ortega,Correa y Fidel Castro. Construyendo junto al pueblo una patria para todos y todas. Contra el enemigo principal de adentro y de afuera del proceso en marcha. Desde nuestra história de consecuencia y confrontación contra toda expresión del neo-liberalismo, sin oportunismos. Con la concepción de que solo el pueblo organizado es capaz de derrotar a los grupos concentrados de poder económico y político que han operado sistemáticamente hace mas de 30 años. Engrosando sus bolsillos en detrimento del pueblo Argentino.

CONSTRUIMOS DÍA A DÍA DESDE LA TRINCHERA DE LA PATRIA FUERZA POLÍTICA ORGANIZADA PARA LA REALIZACIÓN DEFINITIVA DE LA LIBERACIÓN NACIONAL Y LA CONSTRUCCIÓN PERMANENTE DEL SOCIALISMO NACIONAL DEL SIGLO XXI.

lunes, 12 de noviembre de 2007

¿Centroizquierda, progresismo o movimiento nacional?


Del reformismo al conservadurismo: una aventura primermundista
POR GERMÁN IBAÑEZ

Comúnmente se alude al progresismo y a la centroizquierda como equivalentes. En menor medida se homologa también a los dos primeros con el movimiento nacional. Pero si la comparación de centroizquierda con progresismo puede considerarse correcta, no sucede lo mismo al identificarlo con el movimiento nacional. Intentaremos echar luz en torno a esta confusión.
La expresión “centroizquierda” aparece investida, en apariencia, con el mérito de la claridad. Se trataría de una ubicación política que, con moderación, ofrecería algunos correctivos de “izquierda” a la posición centrista. ¿Pero qué es “centro”? Difícilmente pueda definirse tanto centro como izquierda en abstracto, sin referencias a un contexto histórico concreto. Los países latinoamericanos por ejemplo han adoptado a lo largo de su historia definiciones políticas de origen europeo que, en las nuevas tierras, expresaron un contenido distinto y aún antagónico.
De manera provisional podemos decir que una posición de centro en las sociedades contemporáneas (insertas en el sistema capitalista mundial) es aquella que, respetando escrupulosamente los intereses de los actores económicos y políticos dominantes, mantiene equidistancia tanto de las medidas políticas reaccionarias como de las demandas populares que afectasen a los poseedores. En última instancia se trata de una posición conservadora, que no intenta modificar el status quo, considerado “natural” o inevitable. Ese status quo se identifica con la vigencia del orden institucional tradicional, que debería ofrecer salvaguardas frente a los “extremismos” derechistas o izquierdistas. Ahora bien, si la conservación de los intereses dominantes ha sido patrimonio de las opciones políticas de derecha, puede decirse que lo más frecuente es que la posición de centro se traduzca en políticas de centroderecha.
Frente a esto, la centroizquierda sería en cada caso el intento de incorporar o satisfacer ciertas demandas de los sectores populares que los intereses económicos dominantes y el orden institucional vigente no han tenido en cuenta. El límite preciso se encuentra en las demandas cuya resolución exigiría afectar sustancialmente la riqueza y las posiciones de fuerza de los poderosos. En última instancia se trataría de la aplicación de correctivos que tendrían además la virtud de “descomprimir” situaciones de flagrante injusticia social. Lo que podría derivar en protestas antisistémicas de perdurar en el tiempo. Como el efectivo desarrollo de esas políticas exige, aunque sea en grado mínimo, alterar ciertas situaciones preexistentes en un sentido de mayor inclusión social o democratización, puede decirse que se traduce en una orientación reformista. Lo cual es presentado como alternativa “realista” a una orientación revolucionaria caracterizada como “inviable” o “catastrófica”.
La reforma supondría la modificación progresiva de aquellas situaciones de mayor injusticia, evitando transformaciones bruscas o que llevaran a un choque inminente con los poderosos. Esa idea de un mejoramiento gradual, de un “perfeccionamiento” de lo existente, mantiene una vinculación con la cosmovisión positivista y la idea de la evolución social. Evolución concebida como progreso. Aunque la noción de progreso no es patrimonio exclusivo de la centroizquierda (también se manifiesta en la centroderecha) la denominación de “progresistas” sí aparece asociada frecuentemente al reformismo centroizquierdista.
Ahora bien, ese esquema mantiene una correlación con la realidad cuando la centroizquierda es efectivamente reformista. Es decir, cuando quiere corregir las manifestaciones más gravosas de la injusticia social que el sistema produce en su desarrollo inmanente. ¿Qué pasa cuando esto no se verifica? Pregunta que dista de ser retórica pues hemos asistido en las últimas décadas a la experiencia de gobiernos “reformistas”, “progresistas” o de “centroizquierda” en algunos de los países más poderosos que desplegaron políticas claramente conservadoras o propias de la derecha liberal. Es decir, no solo no afectaron el predominio de sus burguesías, sino que las beneficiaron en desmedro de los trabajadores y los desposeídos.
Desde luego, en la política siempre cabe la posibilidad del “gatopardismo”. Pero estamos frente a un fenómeno más complejo. Políticas neoliberales: de concentración del ingreso, de privatización, de recorte de los derechos sociales, de freno a las expectativas populares, de disminución abierta o velada del ejercicio de una democracia real, aplicadas por partidos socialdemócratas o de centroizquierda que décadas antes se habían identificado con el ideal de un Estado de bienestar. Cuando hablamos de Estado de Bienestar nos referimos al objetivo de repartir progresivamente el ingreso nacional, de ampliar los derechos sociales, de alcanzar el pleno empleo, de mantener una relación armónica entre el crecimiento económico y el aumento salarial, de una democratización general.
Durante una etapa histórica aún reciente, el ciclo de la segunda posguerra, efectivamente los países capitalistas metropolitanos implementaron esas políticas. El ideal de mejorar gradualmente la situación de los trabajadores a través de la legislación social tenía antecedentes en la orientación predominante en los partidos de la II Internacional. Aún persistía empero en esos partidos la ambición de alcanzar el “socialismo”, y minoritarias fracciones radicalizadas no renunciaban a la vía “revolucionaria”. La Revolución Rusa de 1917 y la posterior fundación de la III Internacional escindirán de manera decisiva a “reformistas” y “revolucionarios”. Desde entonces socialdemocracia y reformismo quedarían asociados, aventados los ímpetus insurreccionales que se desplazarían al naciente movimiento comunista internacional y sus posteriores escisiones (trotskistas, etc.).
Es después de la segunda guerra mundial que políticas reformistas similares a las propugnadas por la socialdemocracia clásica se impusieron en la Europa Noroccidental. Combinadas con el influjo keynesiano y el antecedente de la política de Roosevelt en los EEUU. Desde luego no se trató de una graciosa concesión de las burguesías metropolitanas. La derrota bélica y política del nazi –fascismo, el avance victorioso de la URSS, los movimientos de resistencia con participación comunista (Italia, Yugoslavia), y sobre todo la gran aceleración del levantamiento anticolonial de las periferias, se traducía en un fortalecimiento relativo de los pueblos y los movimientos obreros. De esa manera, el crecimiento de la marea revolucionaria en lo que pasó a llamarse “Tercer Mundo” y el temor al expansionismo soviético obligó a las burguesías de los principales países a hacer importantes concesiones a sus propias clases trabajadoras.
Fue la época dorada de crecimiento económico que, a despecho de pronósticos optimistas, tuvo un final. La caída de la tasa de ganancia junto con las exigencias crecientes de una política social en aumento, impulsó cambios en las políticas de las burguesías metropolitanas. Esto se conjugaba además con la trasnacionalización de la economía capitalista, que erosionaba los marcos nacionales donde se ensayaban las políticas modernizadoras y redistributivas. Es necesario destacar que estos cambios no fueron imponiéndose por un simple automatismo del “mercado”, sino a través de la cruda lucha de clases. Se trató de un proceso de recolonización de las periferias que se emancipaban, liderado por los EEUU que enfrentó, con criterio bélico, al movimiento anticolonial caracterizándolo como parte de una supuesta ambición soviética de “conquistar el mundo”. Después del formidable Mayo francés comienza el lento reflujo de los movimientos obreros metropolitanos y la gesta contestataria de los estudiantes. Esas sociedades de abundancia no podían poner en pie propuestas radicalmente antisistémicas. ¡No había necesidad de ello!
El “fantasma” de la revolución había muerto ya en la opulenta metrópoli. Los partidos comunistas, transformados en cómodas máquinas burocráticas, no resultaban una opción superadora frente a socialdemocracias que se inclinaban insensiblemente hacia el neoliberalismo. El largo invierno stalinista los esterilizó por completo. La ingloriosa caída del Muro de Berlín trazó un oportuno epílogo a esa historia. Sin proyecto alternativo a la unificación burguesa de Europa, la izquierda fue a la cola de las socialdemocracias que junto a los conservadores traducían el impulso hacia la trasnacionalización del capital. Los costos sociales de la nueva expansión burguesa pronto se hicieron visibles en esa impiadosa “revolución conservadora”. Diversas maniobras de encubrimiento ideológico, de las cuales la “Tercera Vía” fue la de más fortuna publicitaria, se esgrimieron para justificar el agotamiento histórico de las socialdemocracias y su conversión en masa al neoliberalismo. Se abrió una disociación histórica entre reformismo y centroizquierda. La operatoria discursiva y electoral de las socialdemocracias actúa desde entonces para encubrir ese hiato. Para justificar la aplicación real de una política de centroderecha por parte de la centroizquierda. Y si es así en los principales países del globo, que cuentan con ingentes recursos, ¿cuál es la suerte que les cabe en las lejanas comarcas periféricas?

El movimiento nacional aquí

El “progresismo” llega temprano a nuestras tierras. Las elites poscoloniales, cuyo meritorio adelantado fue Bernardino Rivadavia, concebían el progreso de las provincias rioplatenses como la adopción de las formas políticas y económicas de los países civilizados, a cuya cabeza de hallaba Inglaterra. Proyecto que implicaba la negación total de lo americano, o al menos su subordinación al poderoso influjo metropolitano. Dicho proyecto histórico se enfrentó con otros que compartían la idea de fundar una comunidad política independiente (nación) y moderna. Pero que intentaban incorporar el ineludible ascenso de la civilización burguesa al tronco preexistente de la sociedad que emergía de la colonia. Tal el caso del artiguismo.
Con la crisis del imperio español comenzó el choque de dos proyectos societarios opuestos. Uno apuntaba a un crecimiento hacia fuera, vinculado a las necesidades de la expansión de la potencia metropolitana de turno. Estaba sustentado en las clases ilustradas y pudientes que aspiraban a replicar en la “bárbara” América la “civilización” europea. Aquellas clases y grupos vinculados con la producción y el comercio orientados hacia el mercado mundial serán sus agentes y beneficiarios naturales. Con el andar del tiempo, el muy positivista progreso complementaría a la civilización, en un bloque solidario frente a la incorregible barbarie y atraso indo –íbero –americanos. Atento a las formas consagradas por las naciones dominantes, las privilegiaba por sobre el contenido. Por eso concibe la democracia como el funcionamiento de un sistema institucional hecho a medida de Europa o los EEUU. La “entrada al Primer Mundo” fue uno de los más recientes avatares de ese complejo neocolonial.
El otro proyecto intentaba un compromiso entre las necesidades de la emergente comunidad nacional y el capitalismo metropolitano. Promovía un crecimiento hacia dentro, privilegiando a los productores y el trabajo local frente a la penetración comercial extranjera. Se apoyó históricamente en un conglomerado históricamente variable de productores nacionales y masas populares. Tradujo, a veces en forma confusa o tentativa, el impulso democratizador de los de abajo con escaso apego a las formas consagradas por el eurocentrismo dominante. Por eso fue calificado de bárbaro, anárquico y hasta autoritario, como correspondía a la chusma plebeya y “cabecita” de la cual emergía. Más que expresar una improbable autarquía económica y cultural, apuntaba a subordinar la lógica de las relaciones con el exterior a las necesidades del desarrollo interno. Y, en sus proyecciones más sofisticadas, a enlazar la autodeterminación nacional con la liberación social y el entronque con el resto de la comunidad latinoamericana.
Pero el poder de irradiación del complejo neocolonial excedería a los relativamente minoritarios círculos de los poderosos. Con la consolidación del Estado oligárquico en las últimas décadas del siglo XX, luego de sangrientas guerras civiles en las cuales los productores nacionales expresados en el viejo federalismo caerían derrotados, la cosmovisión de los triunfadores fue difundiéndose por el cuerpo social. En su Manual de Zonceras Argentinas Arturo Jauretche desmontaría los axiomas básicos de esa cosmovisión hegemónica.
Esa configuración ideológica produjo dos resultados: la condena del movimiento nacional del siglo XIX por bárbaro; y la educación de muchos impugnadores del orden oligárquico en el mito positivista del “progreso”. Dramática consecuencia de la imposición de la visión del mundo de los vencedores de Pavón y sus epígonos del 80. De esa manera la oligarquía “progresista” coexistiría con opositores “progresistas”.
El más curioso exponente de este fenómeno, y muy a propósito del tema que nos interesa, es el Partido Socialista. Fundado en los años finales del siglo XIX revelaría desde el inicio su enfeudamiento a la cosmovisión oligárquica adoradora del progreso, intolerante deidad de la inteligencia colonial. La aparición del ideal socialista en el Río de la Plata es producto de la inmigración europea; activistas y trabajadores que traen ese paradigma e intentan recrearlo aquí. La dificultad para entroncar con la tradición histórica popular rioplatense vencida, la importación acrítica de las perspectivas fundadas en el proletariado metropolitano, y el eurocentrismo dominante en el círculo intelectual de su dirigente Juan B. Justo frustró la “nacionalización” del primer socialismo. Y condicionó negativamente sus avatares posteriores.
Ese primer socialismo adoptó el paradigma internacionalista de la II Internacional (el mismo que se haría pedazos en la primera Guerra Mundial). La fraternidad universal del proletariado, abstrayendo de la polarización mundial en países dominantes y dominados, era el reverso ingenuo de la expansión concreta del capitalismo como sistema planetario. En la práctica se tradujo aquí en la imitación de los programas europeos. Más grave resultaría el desconocimiento del contenido socio –histórico de los movimientos nacionales. Se los homologaba con las expresiones oligárquicas, como variantes de una misma y condenable política burguesa: “Roquistas, mitristas, irigoyenistas y alemistas son todo lo mismo. Si se pelean entre ellos es por apetitos de mando, por motivo de odio o de simpatía personal, por ambiciones mezquinas e inconfesables, no por un programa, ni por una idea”; Primer Manifiesto del Partido Socialista (29 de febrero de 1896). Lejano antecedente del sectarismo de ciertas izquierdas argentinas.
Con escasa conciencia histórica de la lucha emancipadora de estas comarcas, asumiría la visión del pasado del liberalismo oligárquico. La que condenaba como bárbaras las manifestaciones primigenias del movimiento nacional e idealizaba a los prohombres de la civilización y el progreso. De esa manera, el socialismo argentino se transformaría en una clara expresión de ese “progresismo” rioplatense. El eclecticismo ideológico –filosófico de los orientadores intelectuales tendría empero su centro de gravedad en el positivismo y su visión del progreso evolutivo. Progreso que solo podía manifestarse como “repetición histórica” del camino de la Europa civilizada.
La coincidencia llegaría hasta el extremo de propugnar una política económica librecambista, a imagen y semejanza de la elite oligárquica, condenando las industrias “artificiales” y al capital nacional (por “espurio”). La contrapartida era la sacralización de las industrias “naturales” (ganadería y agricultura) y del “sano” capital extranjero. No pudo evitar caer episódicamente en el racismo y la justificación del colonialismo europeo: “No nos indignamos demasiado porque los ingleses exterminen algunas tribus de negros en África Central. ¿Puede reprocharse a los europeos su penetración en África porque se acompaña de crueldades?” (Juan B. Justo). Tal la matriz original del “progresismo” argentino.
Pero ¿qué decir del origen del reformismo centroizquierdista en nuestras tierras? En el seno del primer socialismo argentino coexistieron (como en la socialdemocracia europea clásica) corrientes reformistas y revolucionarias. La vertiente dominante, de la mano de Juan B. Justo que abiertamente se reconocía no marxista, parecía replicar aquí el reformismo de la II Internacional. Fracciones radicalizadas apelaban al paradigma insurrecional, y luego darían origen al Partido Comunista. Ambas tendencias compartían el desconocimiento de lo nacional y la condena a los partidos locales que confusamente apuntaban a una política de autodeterminación, como el radicalismo yrigoyenista. En el seno de esa izquierda, y a la luz operada por la fractura mundial de la socialdemocracia a partir de la Revolución Rusa, el debate reformismo /revolución podía llegar a tener una ociosa razón de ser. Sin embargo, en el devenir concreto de la sociedad argentina de aquellos años fue el radicalismo yrigoyenista el que ocupó objetivamente el lugar de un reformismo centroizquierdista, tal como lo definimos al inicio de estas reflexiones.
El radicalismo yrigoyenista fue un movimiento nacional nacido dentro de los marcos de la Argentina y agropecuaria, dependiente de Gran Bretaña. Es un frente policlasista de clases y grupos sociales en ascenso dentro de la República oligárquica, que no superaban aún ese horizonte societario. Pero que planteaba una superación de la contradicción entre republicanismo liberal y democracia. Entre utilitarismo y garantías civiles por un lado y la soberanía popular por el otro. Al positivismo evolucionista y al utilitarismo se le opone un idealismo ético. Principios “no negociables” sostenían la práctica de la abstención y la intransigencia; y eran una respuesta política a las tácticas del Régimen: la “seducción” y la cooptación.
A la intransigencia y lucha armada como modalidades de deslegitimación y presión sobre el “Régimen” seguiría el acceso electoral al gobierno, una vez conquistada la soberanía popular tal como se la entendía entonces: voto universal y secreto. El yrigoyenismo promovió una politización efectiva de la sociedad en la medida en que se basaba en la participación de las mayorías en contraposición al acuerdo entre notables del Régimen. Aparecieron asimismo ciertos embriones de nacionalismo económico y de legislación social. Pero no pudo establecer una política económica consistentemente superadora del liberalismo tradicional. Ni incluir a la clase obrera (con la cual chocó violentamente) en una efectiva política social. En sus aristas más avanzadas cuestionó el “progresismo” oligárquico, y por eso fue combatido por dicho bloque dominante y su desdoblamiento de “centroizquierda”: el Partido Socialista.
No deja de resultar aleccionador el papel crítico que juega la oposición de “izquierda” en el debilitamiento de los movimientos nacionales. Enredados en sus contradicciones internas (como todo frente policlasista) no encuentran a su izquierda una corriente renovadora que los ayude a salir del atolladero, pues la “izquierda” y “centroizquierda progresista” se encuentran aliadas objetivamente a la derecha liberal y pro –oligárquica. Pues los astutos dueños del poder cuentan con varias estrategias para mediatizar a los movimientos nacionales. A saber: 1) Ejercicio de su poder económico –social y de su aparato ideológico –comunicacional. 2) Flexibilidad para suscitar alianzas envolventes con otros sectores sociales y políticos (tal fue el caso de la corriente “antipersonalista” dentro del propio radicalismo). 3) Utilización de la autonomía del Estado (con respecto al gobierno popular) para instrumentar el poder represivo de las fuerzas armadas.
El rechazo visceral a las formas plebeyas (la “chusma”) que no parecían condecir con el ciudadano idealizado de la cosmovisión progresista es otra clave de esa oposición de “centroizquierda” al movimiento nacional. Este último aunque sin cuestionar las bases reales de la desigualdad social, ni alterar la institucionalidad del Estado, promovió la visión de un Estado mediador en el conflicto social, y no solo garante político del “orden”. Resultaba así el reformismo concreto en un país dependiente. Y el presunto reformismo progresista se alineaba con la oligarquía, junto con los propios “progresistas” del movimiento nacional (antipersonalistas, alvearistas).
El ascenso del movimiento nacional más importante de la Argentina del siglo XX, el peronismo, encontraría al progresismo socialista en la más estéril oposición, coaligado nuevamente con los herederos de los conservadores y los nuevos golpistas. Con el agravante de que con el peronismo se planteaba en una escala más vasta la cuestión social, de la mano de la incorporación de la clase obrera industrial. Y también mucho más profundamente la problemática de la autodeterminación nacional a través de la industrialización sustitutiva de importaciones y el crecimiento de la economía pública. La implacable dialéctica de la Historia, empeñada en demostrar la caducidad de las obras humanas, reservaría otra sorpresa: el viejo radicalismo, agotado su potencial emancipador, se alinearía con sus antiguos adversarios en contra del nuevo movimiento nacional.
Una singular aleación de los viejos prejuicios elitistas y “progresistas” hacia la barbarie de los de abajo (ahora rebautizados como “cabecitas negras”) con la coyuntura mundial antifascista engendraría la tesis del “autoritarismo peronista”. Nuevamente la defensa de la cáscara formal de la democracia: las sacralizadas instituciones heredadas de la República oligárquica se opondría a la real ampliación de la soberanía popular. Es decir, la “libertad” y la “Constitución de 1853”, frente a los derechos sociales (del trabajador, la ancianidad y la niñez), la redistribución progresiva del ingreso nacional, y el voto femenino entre otros avances democráticos concretos.
Deberá convenirse que mientras que el peronismo se hacía cargo (con errores y limitaciones) de la modernización económica del país con aumento de la autodeterminación nacional y simultáneamente de la política social que en el mundo metropolitano encaraban las socialdemocracias, nuestro progresistas y centroizquierdistas conspiraban contra dicho rumbo. Conspiraban literalmente pues hombres del radicalismo y del socialismo se vieron complicados en la asonada facciosa que puso fin a esa experiencia en 1955. Detalle a tener en cuenta: el progresismo apoyó en nombre de la democracia el derrocamiento de un gobierno constitucional por parte de una facción militar que introduciría las detenciones arbitrarias, la proscripción política del partido mayoritario, el asalto al movimiento obrero, la tortura sistemática, la ejecución de prisioneros políticos. A partir de allí comienzan duros años de luchas políticas y sociales que culminarán en la dictadura terrorista de 1976.

Y ahora, ¿qué?

La experiencia histórica demuestra que en nuestro país los movimientos nacionales fueron el reformismo concreto posible. En tanto el progresismo centroizquierda en las coyunturas decisivas tendió a converger con la derecha liberal (de la cual es en realidad un desdoblamiento). Es decir, se manifestó una disociación entre reformismo y centroizquierda: ésta última fue conservadora. Los años posteriores a 1983 volvieron a replantear la cuestión del progresismo centroizquierda. Con un dramático cambio: el agotamiento sin relevo visible del peronismo como movimiento nacional. Entrampado entre la “renovación” y la “ortodoxia” derivó finalmente hacia el neoliberalismo encarnado en la presidencia de Carlos Menem. También el radicalismo alfonsinista en el gobierno fue un avatar agónico del centroizquierdismo: afiliado a la Internacional Socialista, amigo de Felipe González, trazó toda la impotencia de una corriente política que en la propia metrópoli se rendía frente a la revolución conservadora.
La experiencia de un extremista gobierno neoliberal en la cáscara carcomida del peronismo planteaba en una escala no vista la ausencia de un eje de rearticulación del movimiento nacional. Frente a él se alzaron dos oposiciones. Una popular y desesperada: jalonada de huelgas, marchas y concentraciones, tomas de Universidades, y finalmente cortes de rutas. Otra política y cuidadosamente sumisa ante los hechos consumados. Un tribuno vacío de la centroizquierda, el Chacho Álvarez, se transformó en su máximo referente. No se cuestionaba la desnacionalización económica, el privatismo, la sumisión frente a los organismos financieros (deuda externa mediante). Pero si las manifestaciones externas; operación privilegiada del progresismo centroizquierdista. La crítica a la corrupción, a las “desprolijidades” del modelo, al autoritarismo presidencial (innegable, por otra parte), nublaban un cuestionamiento real de la dependencia: causa verdadera de las lacras mencionadas.
No menos dramático resultó el encajonamiento de parte de la militancia nacional –popular en los equívocos marcos del “progresismo centroizquierdista”. Así se liquidó la crítica al modelo en pos de la alianza electoral “anticorrupción” para desalojar a Menem y administrar prolijamente el modelo. Camino que condujo a la constitución del Frepaso con los inefables socialistas (¡cuando no!) y el peronista liberal Bordon. Y de allí a la Alianza con la derecha liberal del radicalismo: Fernando de la Rua. Como prueba adicional de la esterilidad centroizquierdista resultaría el Chacho quien acompañará a De la Rua como candidato a la vicepresidencia, y no a la inversa.
El gobierno de la Alianza demostró la vaciedad del discurso anticorrupción, y del respeto sacrosanto a la “democracia”: los muertos de las jornadas previas a la renuncia de De la Rua hablan por sí mismos. La explosión del modelo neoliberal abrió una nueva etapa política de nuestro país. Contradictoria y ambigua, en la cual estamos inmersos y a tientas buscamos una reconstitución del cauce de la liberación nacional y social. La actual administración nacional, refrendada recientemente en las urnas a través de la consagración de Cristina Fernández para la Presidencia, es la más clara prueba de esa ambigüedad y contradicción.
Se impulsó una decidida política de derechos humanos, esclarecimiento y castigo de los crímenes del Terrorismo de Estado. Un alejamiento del paradigma de las “relaciones carnales” con los EEUU y correlativo fortalecimiento de las relaciones con nuestros hermanos sudamericanos. Especialmente en el seno del MERCOSUR y aún con la rebelde Venezuela bolivariana. En tanto que la política económica marca tristemente las contradicciones de la nueva etapa. Se ha sostenida una gestión anti - recesiva que acompaña la recuperación y crecimiento económico. Lo que se tradujo en una reducción de la pobreza y el desempleo. Pero no se avanzó un ápice en la recuperación de los recursos estratégicos (energía), lo que conspira paso a paso contra la estabilidad del crecimiento económico. No se ha detenido la desnacionalización de la economía argentina. No se ha redistribuido consistentemente la riqueza en un país con gravosas necesidades sociales.
Todas esas carencias requieren más que un gobierno: necesitan de la rearticulación de un poderoso movimiento político de masas. La Historia parece indicar que rara vez son fruto del voluntarismo de las dirigencias o la militancia. Una combinación de factores estructurales y políticos los suscita en cada caso. Lo cual no significa que deba esperarse a la aparición de condiciones favorables. En todo caso, sería bueno tratar de equivocarse lo menos posible. Y hemos visto qué equívoco más grande es confundir “progresismo centroizquierdista” con reformismo nacional –popular.
En esta sinuosa etapa de nuestra vida histórica, el principal adversario que se tiene enfrente es la derecha neoliberal. Ésta se halla presente en todos lados: en el gobierno y en la oposición. En la oposición claramente conservadora (como el PRO) tanto como en la que se presume “progresista” (el ARI). También en el aparato podrido del PJ tradicional. ¿Caeremos en el equívoco de cerrar filas en torno a la centroizquierda y el progresismo para enfrentar a la derecha liberal? Elisa Carrio es el nuevo tribuno vacuo del progresismo: simulación de centroizquierda para una posición real de centroderecha. Si embargo, no es allí donde anida el único canto de sirena del progresismo. También se encuentra en la desesperación por buscar un “rejunte” a cualquier costo.
Frente a esto no hay antídotos. Sólo la búsqueda inclaudicable y trabajosa del cauce emancipador en la línea histórica de los grandes movimientos nacionales. Contrariamente a lo que puede suponerse, no se trata de la simple reivindicación de una identidad política; pues ésta se reformula al compás de la historia concreta de un pueblo. Se trata del planteo político de los problemas argentinos desde el punto de vista de la autodeterminación nacional y la justicia social. Lo cual supone un planteamiento acertado de las tareas estratégicas de nuestra revolución. Pero también análisis precisos de la siempre cambiante coyuntura política.
Parece evidente que lo más difícil es la construcción del agente transformador; de una voluntad colectiva nacional –popular. La experiencia histórica muestra que han sido diversos los caminos. Desde una lenta construcción desde abajo, como la gestación en décadas del yrigoyenismo bajo la paciente tutela de su inspirador, hasta la rápida articulación desde arriba del peronismo entre 1943 y 1946. ¡Sin contar con la acción subterránea de impersonales factores estructurales, más allá de la voluntad y sapiencia de los contemporáneos! No puede anticiparse cuándo eclosionará un movimiento nacional; pero sin duda es conducente a ese fin el no andar persiguiendo quimeras al estilo del “progresismo centroizquierdista”.
Podría replicarse que acentuar la línea nacional –popular conduciría a una nueva forma de sectarismo. El sectarismo es un grave defecto en el cual muchas veces recaen las minorías ideológicas, incluyendo las del campo nacional. En condiciones singularmente adversas de aislamiento, como las que se vivió en los años 90, el principismo doctrinario puede resultar una estrategia de autodefensa. La coyuntura hoy es diferente. Sin embargo, correr detrás de los prejuicios de parte de nuestras clases medias (tradicional sostén del “progresismo”) no parece ser una alternativa superadora. ¿Qué hacer, entonces? Cuando el horizonte inmediato aparece de difícil apreciación, puede resultar útil partir de la sistematización crítica de las propias carencias o debilidades.
No puede predecirse la aparición de un nuevo cauce popular emancipador, sin embargo es claro que sin la rearticulación de la militancia social y política dispersa del campo nacional esa aparición se hace más azarosa. Allí está una de las principales debilidades de nuestro campo, herencia de las derrotas de décadas pasadas y de la internalización de la lógica utilitarista y politiquera de los 90. El espejismo “progresista” no será la solución a este problema. ¿Cómo integrar la participación en la lucha electoral (terreno privilegiado de los politiqueros) con la reconstrucción del movimiento popular? Replicar consignas progresistas no bastará. No hay que temerle a nuestras banderas históricas ni al planteo avanzado de las tareas, pues ¡éstas permanecerán irresueltas aunque las neguemos! Educar la militancia joven en el oportunismo electoral frustrará a esa generación para la lucha emancipadora. El germen de la politiquería es una de nuestras grandes debilidades, un terreno donde sutilmente pueden arrastrarnos los grandes maestros de ese deplorable arte.
En la política concreta de ayer y de hoy se convive necesariamente con esas lacras. Quien busque un horizonte impoluto no lo encontrará en la política. Renunciar de antemano a alianzas circunstanciales o incluso de cierta perdurabilidad con ciertos dudosos “aliados” es tan vano como correr desesperados tras ellos. Lo que no hay que enfrentar es la tentación de replicar sus métodos, que solo conducirá a la claudicación de los ideales liberadores. No existen recetas infalibles por cierto, pero la polémica ideológica sin concesiones y la democracia interna son las grandes herramientas con que se cuenta. La consideración y el respeto que merecen los compañeros que sustentan ideas diferentes es la condición imprescindible de la democracia interna del campo nacional popular. Pero también lo es el debate franco y abierto.
Si la militancia nacional –popular no se transforma en un centro de gravedad para otras formas de participación de nuestra gente, el camino será entonces otro. Aunque indudablemente más largo. De la convergencia real en torno a los objetivos estratégicos y luchas puntuales nacerá la unidad política. Sin unidad política del campo nacional –popular no hay capacidad de negociación ni frente a las pervivencias conservadoras neoliberales ni tampoco al oportunismo “progresista”. La lucha por la unidad política es un objetivo estratégico de la revolución nacional. Alejados de una lectura superficial veremos que no coincide necesariamente con la hegemonía total de una organización o dirigencia. Puede darse en torno a la articulación de la diversidad y la democracia participativa, e incluso es deseable que así sea. En todo caso , sea como sea la lucha por la democracia interna es irrenunciable.
Otra gran carencia visible es la dificultad para enlazar la lucha por las reivindicaciones sociales con las necesidades de la construcción sudamericana en curso. La cual dirige la burguesía con inevitable contenido economicista. Atacar el proceso de integración necesario a nuestros pueblos porque es hegemonizado por la burguesía es una locura. Sin embargo, cierto es que el movimiento popular va a la cola sin gran capacidad de instalar ejes superadores con contenido social. Las propuestas existen: las plantean con firmeza y convicción movimientos sociales como el MST de Brasil. También están las iniciativas que caben dentro del paraguas del ALBA bolivariano. Habrá que evaluar su grado de factibilidad o cómo potenciarlas. Al interior del país también se manifiesta esta problemática; la más ardua de la lucha emancipadora: la relación entre liberación nacional y liberación social. Resultarán efímeros los logros de la recuperación económica sin un reparto sostenido del ingreso. Asimismo como el avance en una política más audaz que consolide un modelo productivo más diversificado y sostenible que el problemático “boom” sojero. El saqueo de nuestros recursos es la lamentable continuación de la contrarrevolución privatista El gobierno actual no es el enemigo principal; pero disimular estas cuestiones no sirve. Ni al gobierno, ni a nosotros, ni a nuestro pueblo. La derecha neoliberal no se engaña sobre lo que está en juego.
Muchas de estas cuestiones aún están lejos de la preocupación inmediata de nuestra gente. Aunque mucho menos que en los oscuros años de hegemonía neoliberal y “pensamiento único”. Es necesario redoblar la prédica. La lucha por el reparto de la riqueza es una tarea más inmediata y asequible a las grandes multitudes. Combinarla con la lucha política contra la derecha liberal es el objetivo más cercano. Las virtudes y limitaciones del gobierno que se inicia con Cristina se medirán en gran medida en este punto. No seamos parte de las limitaciones.

Germán Ibáñez

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